‘Homo sapiens’, ¿la mejor especie?

Natalia Carranza
6 min readNov 1, 2020

En el vídeo Espècie, Stefano Mancuso, Xiana do Teixeiro y Emilio Fonseca reflexionan lo que la mayoría damos por hecho: que el Homo sapiens es la mejor especie basándonos en nuestra capacidad de uso del cerebro y en la cultura, material e inmaterial, que somos capaces de producir. Sin embargo, para ellos el parámetro que debería valer es el tiempo que, como especie, logramos sobrevivir. Así, solo seríamos mejores si logramos perdurar durante un periodo más largo que el resto. Deducimos, pues, que para ellos lo que hace mejor a una especie es una mayor capacidad de adaptarse al medio.

El concepto de “supervivencia del más apto” fue propuesto por Herbert Spencer en Principios de Biología (1864), tras haber leído El origen de las especies (1859) de Darwin, como sinónimo de “selección natural”. Según la teoría evolutiva de este último, la gran velocidad a la que se multiplican las especies lleva a una lucha por la supervivencia: “La d’un individu amb un altre de la mateixa espècie, amb individus d’espècies diferents, o amb les condicions físiques de la vida”. Como nacen muchos más individuos de los que pueden subsistir, Darwin llega a la conclusión que aquellos que presenten alguna ventaja competitiva en esa lucha tendrán más posibilidades de sobrevivir y, por lo tanto, de tener descendencia. Esto nos lleva a pensar que el naturalista inglés estaría de acuerdo con los autores del vídeo.

Tal como explica el filósofo Michael Ruse, en El origen del hombre (1871) Darwin defiende que los humanos, como el resto de animales, son producto de la selección natural. Bajo este mecanismo se activa un complejo proceso que produce el cambio gradual de las especies que deriva o bien en divergencia, o bien en extinción.

Diagrama de Darwin que representa el proceso evolutivo de las especies.

La suya no es, sin embargo, la primera teoría de la evolución. Ya Lucrecio, en el siglo I d.C., había elaborado la suya, partiendo de otras previas, y durante la Ilustración el evolucionismo se aplicaba sin problemas en el terreno cultural. Incluso autores como Diderot o Kant amenazaban con irrumpir en el ámbito de la biología dejando entrever la posibilidad de antepasados comunes entre especies. El propio Darwin se apoya en teorías previas, como la de Lamarck, que proponía que el mecanismo para explicar la evolución era la herencia de los caracteres adquiridos, es decir, que “las transformaciones producidas en los individuos durante la vida por el uso y desuso de sus órganos y estructuras se transmiten a sus hijos”. Para el inglés, esa herencia es la que genera la variabilidad dentro de las especias sobre la cual acaba actuando el verdadero mecanismo de la evolución, que es la selección natural.

En El origen de las especies, Darwin evita entrar en el tema de la evolución humana, pero hacia el final deja entrever su posición: “En un futur llunyà veig camps oberts a recerques molt més importants […]. I s’aclarirà l’origen de l’home i de la seva història”. Y es que, a pesar de que algunos ya habían empezado a plantear un posible origen común de las especies, la visión imperante desde la Edad Antigua era la esencialista, según la cual las diferentes especies tienen una esencia propia, eterna y estática. De este modo, el debate sobre la evolución que se produce en el siglo XVIII no gira en torno si venimos de Adán y Eva o del mono, como se dice coloquialmente, sino si las diferentes razas humanas tienen un origen monogenista –es decir, común– o poligenista –diferente–. La teoría aceptada hoy da la razón a los primeros, aunque muy a su pesar, porque contradice la narración del Génesis en la que se fundamentaban. Darwin consiguió, así, romper con la visión religiosa del origen de la humanidad. Sin embargo, no logró deshacerse de la idea de progreso que predominaba en su tiempo… y aún en el nuestro.

El progreso, tal como lo entendemos aquí, es “el paso de peores a mejores condiciones, previamente definido en términos de sistemas de valores culturales o idiosincrásicos”. En los siglos XVII y XVIII, filósofos como Locke o Voltaire defendían teorías de la cultura evolucionistas en las que “the path of human development toward civilization had been a progressive one”, cuyo enfoque mantuvieron autores como Morgan o Maine en la segunda mitad del siglo XIX. La obra de Darwin, enmarcada entre ambos y heredera de la Ilustración, apunta en la misma dirección desde la perspectiva biológica: “I, com que la selecció natural treballa només per i per a benefici de cada individu, tots els dots corporals i mentals tendiran a progressar cap a la perfecció”. O, en otro fragmento: “Les formes més recents han d‘ésser, segons la meva teoria, superiors a les més antigues […]. No dubto que aquest procés de millora ha afectat de manera continuada i sensible l’organització de les formes de vida més recents i victorioses”. Lo que admite es que no dispone de pruebas para corroborar su opinión: “Però no veig manera de testimoniar aquesta mena de progrés”.

En El origen del hombre mantendrá la idea de progreso combinada con la lucha por la supervivencia, esta vez en el ámbito cultural:

Hoy, las naciones civilizadas suplantan por doquier a las naciones bárbaras, excepto allí donde el clima opone una barrera mortal, y obtienen el triunfo sobre todo, aunque no exclusivamente, por sus artes, que son producto de su intelecto. En consecuencia, es sumamente probable que en la humanidad las facultades intelectuales se hayan perfeccionado gradualmente a través de la selección gradual.

Como consecuencia de esa corriente de pensamiento, “fins i tot els primers investigadors de l’evolució humana en la França del segle XIX […] consideraven […] que els humans de la prehistòria més primitiva, abans de les grans transicions, eren ingenus, en el sentit literal i culte del terme”, tal como explica el arqueólogo Robert Sala Ramos. Bajo sus prejuicios, consideraban que esos pueblos “tenien una relació natural amb l’entorn, de no-agressió, de no-transformació, de conservació” y que “no estaven mediatitzats per concepcions complexes, modernes i anihiladores com la religió”. Sin embargo, el descubrimiento, en 1879, de las pinturas de Altamira, con una “clara concepció religiosa sobre les forces de la natura”, pusieron en jaque las concepciones de esos pioneros historiadores prehistóricos.

El mismo autor defiende que “la història humana no és simplement el desenvolupament d’un progrés tecnològic i social, que aquest pretès progrés moltes vegades no s’ha donat i que el que hi ha és una millor adaptació de les poblacions humanes”. El antropólogo Marvin Harris también se muestra crítico con esa idea de progreso y pone varios ejemplos de prácticas culturales que desde nuestra visión etnocéntrica y basada en el progreso consideramos atrasadas cuando, en realidad, suponen una perfecta adaptación a las condiciones ecológicas en las que viven las personas que las aplican. Es el caso, por ejemplo, de la vaca sagrada de la India o el de la prohibición religiosa de comer carne de cerdo en Oriente Medio, que se ajustan “a la teoría general de que la carne de algunos animales se convierte en tabú cuando se vuelve muy costosa debido a cambios ecológicos”. Es ese enfoque progresista el que también nos lleva a imaginar la expansión por el mundo del género Homo como una evidencia de la mejora de sus capacidades mentales, cuando, según Ramos, esa expansión la realizaron las poblaciones humanas con la tecnología más primitiva de la historia: “No es tracta de colonitzadors sinó d’emigrants, i la seva història no és una història de superació i progrés sinó de supervivència bàsica”.

Mientras esto pasaba en el terreno cultural, en el biológico la cosa no estaba mucho mejor. A pesar de que, como hemos visto, Darwin ya trazó en su diagrama la complejidad de la evolución, que provoca que de un mismo antepasado puedan divergir especies distintas y que algunas se extingan, el antroprocentrismo nos ha llevado a pensar que la evolución humana es distinta a la de cualquier otro ser. El investigador Carlos Lorenzo afirma que hasta hace poco esta se describía de manera lineal, “como si fuese una escalera de perfección y progreso que culminaba con la aparición de nuestra especie”. Una idea que los restos fósiles han demostrado errónea: “Las relaciones entre los homínidos tienen forma de árbol con múltiples bifurcaciones que conducen a especies extintas y nadie podía haber previsto a priori cuál de las ramas sería la exitosa”. Es más, muchas de las especies de homínidos coincidieron en el tiempo, incluida la nuestra. Para mostrar la diversidad existente en nuestro nuestro árbol, el American Museum of Natural History creó el siguiente vídeo, que lo ilustra de manera muy sencilla y clara.

A día de hoy sigue sin haber unanimidad en el camino que siguió la evolución hasta llegar al Homo sapiens. Y tampoco podemos predecir nuestro futuro ni cuánto más viviremos. Lo que sí sabemos es que, como dicen los profesores Arsuaga y Martínez, “no somos la especie elegida, sino […] una especie única entre otras muchas especies únicas”. El tiempo y la selección natural que en él opera decidirán si somos mejores o no en términos de supervivencia. Así que, de nuevo parafraseando a los autores de La especie elegida, no nos dejemos llevar por el triunfalismo.

--

--

Natalia Carranza

Journalist and Anthropologist-to-be, I work as a Strategic Planner and Branded Content Specialist. Passionate about culture, innovation and creativity.