Matar al hombre virtuoso

Natalia Carranza
7 min readAug 21, 2020

El cantante C. Tangana publicaba a principios de mayo el tema Guille Asesino, una canción narrada desde el punto de vista de un varón que no entiende el repentino desinterés de su amante por sus actitudes violentas y dominantes. El cantante explicaba en un comunicado el contexto en el que hay que situar la canción:

Creo que estamos en un momento en el que los valores de la masculinidad están cambiando. Esta canción habla de eso, de cómo toda la vida hemos aprendido y construido una forma de ser un hombre que ya no es válida. Creo que muchos hombres de mi generación conviven con esa contradicción. Lo que los adultos valoraban en un niño cuando éramos pequeños o lo que provocaba la atención de las chicas en mi adolescencia son actitudes que ya no valen.

Es cierto que la teoría de la performatividad de género, popularizada en los años 90, ha traído consigo un cuestionamiento a lo que tradicionalmente hemos llamado masculinidad y cómo se construye.

La virilidad se ha asociado históricamente a la fuerza. No es casualidad que comparta raíz, vir (varón en latín), con virtud. Una de sus acepciones clásicas, según el Oxford Latin Dictionary, designaba la “cualidad típica de un verdadero hombre, espíritu varonil, resolución, firmeza, valentía, o similar”. Era esta virtud la que justificaba que en la Época Clásica los asuntos públicos fueran exclusivamente cosas de hombres, lo cual provocaba implicaciones más profundas, tal como explica la académica inglesa especializada en estudios clásicos Mary Beard: “En la Antigüedad […] el discurso público y la oratoria […] eran prácticas y habilidades exclusivas que definían las masculinidad como género” . Otra de las acepciones recogidas en el mismo diccionario hacía referencia a la “potencia, fuerza, eficacia, o similar”, la cual, según el sociólogo, antropólogo y filósofo Pierre Bourdieu, hace indisociable la virilidad “de la virilidad física, a través especialmente de las demostraciones de fuerza sexual”.

Así pues, el hombre, que tenía la exclusividad de ser virtuoso, construía su virilidad a través de la valentía, la firmeza, el espacio público, la fuerza… Sus opuestos –cobardía, volubilidad, espacio privado, debilidad…– quedaban para lo que no era viril, es decir, lo femenino. Para Bourdieu, es esta visión del mundo, organizada sobre un punto de vista androcéntrico, la que convierte “las diferencias visibles entre el cuerpo femenino y el cuerpo masculino […] en fundamentos objetivos de la diferencia entre los sexos, en el sentido de géneros construidos como dos esencias sociales jerarquizadas”. Cuándo, dónde y por qué nace esa visión androcéntrica son cuestiones que desconocemos. Aunque, como apuntaba el mismo autor, “apenas se encuentren mitos justificadores de la jerarquía sexual” en los que buscar pistas, sí podemos intentar analizar cómo se ha perpetuado.

Volviendo a las palabras de Beard, vemos que el discurso público era una práctica exclusiva y definitoria del género masculino. Para que así fuera, las mujeres debían ser excluidas. La catedrática recoge “el primer ejemplo documentado de un hombre diciéndole a una mujer ‘que se calle’. […] Al comienzo de la Odisea de Homero”. La autora describe esta obra no solo como el relato épico de Ulises, sino también como una historia de desarrollo personal, el de Telémaco. Es él quien tiene el ahora dudoso honor de hacer callar a su madre, Penélope.

Según la experta en estudios clásicos, “tal como lo plantea Homero, una parte integrante del desarrollo de un hombre hasta su plenitud consiste en aprender a controlar el discurso público y a silenciar a las hembras de su especie”. No debemos estar tan alejados de ese pasado cultural cuando The New York Times publicó un artículo en 2017 titulado «Hombres que interrumpen a las mujeres, un fenómeno universal».

Por si acaso el mandar callar no era suficiente, el imaginario occidental –al que la directora del videoclip de C. Tangana, Diana Kunst, ha recurrido para ilustrar la canción– está lleno de mitos y relatos en los que las mujeres que pueden suponer un riesgo para ese orden establecido, en el que solo los hombres pueden participar del discurso público, son mutiladas o aniquiladas: la princesa Filomena, las Amazonas, Medusa… Esta última figura vuelve a ser un gran ejemplo de lo unidos que seguimos a esa tradición; como muestra Beard, es habitual que a las mujeres que ocupan cargos públicos se las caracterice e, incluso, decapite iconográficamente como al personaje.

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Esa violencia es intrínseca a la idea de virtud clásica ligada al hombre. Recordemos que la segunda acepción del término también otorga al varón –y, según el filósofo Paul B. Preciado, le exige– la potencia y la fuerza: “La soberanía masculina está definida por el uso legítimo de las técnicas de la violencia […]. La masculinidad se define necropolíticamente (por el derecho de los hombres a dar muerte)”. El título de la canción de C. Tangana, Guille Asesino, no es, pues, arbitrario.

Dice la antropóloga Rita Segato que “toda violencia […] incluye una dimensión expresiva”. Los ejemplos que hemos visto tienen el objetivo de mostrar y advertir a las mujeres a quién pertenece el ágora. Pero ellas no son el único receptor al que van dirigidos esos mensajes de violencia de los hombres hacia las mujeres.

Bourdieu consideraba que “la virilidad se pone a prueba, de una forma más o menos oculta, al juicio colectivo” y que esta “tiene que ser revalidada por los otros hombres, en su verdad como violencia actual o potencial, y certificada por el reconocimiento de la pertenencia al grupo de «hombres auténticos»”. El mismo autor, tal como hemos visto, señalaba que la fuerza viril se expresaba, especialmente, en demostraciones de fuerza sexual. Segato, que analiza en su trabajo ese tipo de violencia y su significado, ve en ella la forma de obtener esa validación entre pares: “A los otros hombres, la violación les comunica la potencia. La masculinidad, para mantenerse, tiene que confirmarse por los interlocutores masculinos y, para ello, necesita exhibirse”.

La violencia de los hombres hacia las mujeres no tiene nada de nueva. Puede que sea más visible porque las mujeres están ganando un espacio público que no tenían y porque, además, ahora tenemos acceso a muchos más informes y estudios sobre la cuestión (la ONU Mujeres confirma que “la disponibilidad de datos sobre la violencia contra las mujeres ha aumentado significativamente en los últimos años”). ¿Pero cómo se ha podido mantener esta dominación durante tantos miles de años?

Bourdieu apuntaba a “un prolongado trabajo colectivo de sociabilización de lo biológico y de biologización de lo social” que se conjura “para invertir la relación entre las causas y los efectos y hacer aparecer una construcción social naturalizada (‘los géneros’ en cuanto que hábitos sexuados) como el fundamento natural de la división arbitraria”. De este modo, según el sociólogo, “la fuerza especial de la sociodicea masculina procede de que acumula dos operaciones: legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada” . Tras un “trabajo de inculcación y de asimilación” y la aplicación de unos “mecanismos históricos responsables de la deshitoricización y de la eternización relativas”, hombres y mujeres llegan a aceptarla y perpetuarla.

El feminismo y los movimientos LGBTQ+, en los que el pensador Preciado participa, son los que ponen sobre la mesa que “la masculinidad y la feminidad […] no son entidades ontológicas, no existen en la naturaleza con independencia de relaciones sociales y redes discursivas, y por tanto no pueden ser objeto de observación empírica”; en definitiva, “son el efecto de relaciones de poder”. Este enfoque supone una quiebra en el paradigma que ha estado vigente durante toda la historia; un paradigma que daba el dominio al varón y sobre el cual este construía su condición como tal. A lo que los hombres de la generación de C. Tangana se enfrentan no es solo a la pérdida de poder, sino a la pérdida de su identidad. Por eso no hay nada que dé más miedo a algunos hombres que despojarse de su masculinidad, como dicen los protagonistas de la comedia Humpday, dirigida por la recientemente fallecida Lynn Shelton.

Pero esta amenaza puede convertirse en una oportunidad si, como Bourdieu, consideramos a los hombres “víctimas subrepticias de la representación dominante”:

El privilegio masculino […] impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad. […] El pundonor se presenta en realidad como un idea, o, mejor dicho, en un sistema de exigencias que está condenado a permanecer, en más de un caso, como inaccesible. La virilidad, entendida como capacidad reproductora, sexual y social, pero también como aptitud para el combate y para el ejercicio de la violencia […] es fundamentalmente una carga.

No obstante, Bourdieu veía ilusorio creer que el orden de las cosas “puede vencerse exclusivamente con las armas de la conciencia y de la voluntad”, ya que este no deja de ser “el producto de unas estructuras objetivas” que “deben su eficacia a las inclinaciones que ellas mismas desencadenan y que contribuyen a su reproducción” y que están inscritas en los cuerpos. Para él, la ruptura tiene que implicar necesariamente “una transformación radical de las condiciones sociales de producción de las inclinaciones que llevan a los dominados a adoptar sobre los dominadores y sobre ellos mismos un punto de vista idéntico al de los dominadores”.

Por otro lado, tanto Beard como Segato centran su mirada en la idea del poder. Así la primera defiende que “hemos de reflexionar acerca de lo que es el poder, para qué sirve y cómo se calibra” y la antropóloga nos remite a las tendencias feministas que apuestan por “disolver el poder” y buscar “un mundo vincular, donde la reciprocidad es uno de los valores centrales”.

Sea como sea, deshacernos de lo que Bourdieu llamaba “las estructuras objetivas y subjetivas de la dominación masculina” que se han generado “desde que existen hombres y mujeres” no va a ser rápido ni fácil. Pero de lo que tenemos que guardarnos bien para no volver a caer en los mismos errores es, tal como lo expresa Segato, de construir nuevos modelos “fijos e ideales que tenemos que cumplir, porque esos modelos siempre pueden volverse autoritarios”.

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Natalia Carranza

Journalist and Anthropologist-to-be, I work as a Strategic Planner and Branded Content Specialist. Passionate about culture, innovation and creativity.